Estaba el capitán Connor con lo poco que quedaba de su tripulación: un loro rojo que no paraba de cotorrear, una enorme provisión de ron y carne seca que lo haría aguantar al menos dos meses; más que suficiente si tenemos en cuenta que para llegar a Puerto Príncipe sólo le faltaban tres días siempre y cuando el viento siguiera en popa y no hubiera otra tormenta.
Y pensar que hace unas horas eran quince marineros curtidos por el viento y la sal…
-Mal clima -dijo unos instantes antes de que un tifón gigantesco se desatara y se llevara consigo la vela de proa y a su tripulación.
Connor sabía que sería difícil pero planeaba llevar la embarcación a buen puerto o perecer en el intento; el capitán se hunde con su nave.
Con una mano tomó el timón y con la otra una botella de ron.
Dos días de ardua navegación luego, a tan solo cincuenta leguas de Puerto Príncipe, nuestro capitán oyó una campanada. De pronto se hizo la noche y una espesa niebla envolvió el barco. Otra campanada. Sorprendido, Connor se quedó inmóvil, incapaz de pensar por el miedo que lo había envuelto como la niebla a la embarcación.
Se sucedieron ocho campanadas y una tras otra el capitán se sentía cada vez más absorbido por el miedo. Luego se oyó una voz, y otra voz, y más voces. Provenían de debajo del mascarón del barco. Logró reconocer en ellas a sus camaradas. Otra campanada. Sintiendo que era el momento de actuar, Connor se armó de valentía y se asomó por la baranda del barco. Sus compañeros lo llamaban.
Con la doceava campanada Connor decidió saltar del barco casi sin pensarlo.
Al día siguiente llegaría a Puerto Príncipe un barco con un loro rojo que no paraba de cotorrear, media botella de ron y carne seca como para aguantar al menos dos meses.